Como en todas las guerras, durante la de Independencia hubo actos realizados al margen de todo código de honor o de toda acción bélica, es decir, que se llevan a cabo aprovechando la confusión y el fácil manejo de las masas, que al menor llamamiento acuden a secundar acciones reprobables y que al paso del tiempo, se descubren como infames.
Tras la derrota en la batalla del Monte de Las Cruces y Aculco, el cura Don Miguel Hidalgo y su ejército entraron a la ciudad de Valladolid (10 de noviembre de 1810), entonces capital de la Intendencia del mismo nombre. Si la primera vez su entrada fue triunfal y celebrada, ahora era de reorganización y de paso hacia Guadalajara, donde esperaba sumar efectivos a su maltrecho ejército. Siete días estuvo en la ciudad, y durante su estancia sucedió una matanza de 40 españoles (el 13 de noviembre), que al amparo de la noche y bajo engaños, fueron conducidos a la barranca de La Batea, entre la hacienda de Itzícuaro y el camino antiguo a Pátzcuaro.
Ya había partido Hidalgo con sus huestes hacia Guadalajara, cuando otro grupo de más de treinta españoles fueron sacrificados, pero ahora en el cerro de El Molcajete, también al sur de la ciudad, esto el 18 de noviembre. Según Jesús Romero Flores, un padre de los agustinos advirtió del destino que sufrían los españoles a mano de las turbas insurgentes, y ante la incredulidad, mostró la cabeza de uno de los degollados, visto lo cual el intendente José María de Anzorena y Caballero, cuyo cargo le había sido conferido por el cura Hidalgo, procedió a detener estos actos.
Se aproximaba a la ciudad un contingente de realistas, al mando del Brigadier don José de la Cruz, lo que ocasionó la desbandada de los insurgentes que ante la partida de Hidalgo guarecían la ciudad. Era diciembre de 1810 y la ciudad no tenía autoridades virreinales o de intendencia insurgente, las primeras por haber huido ante la llegada de las segundas, estas últimas huyeron debido al avance del ejército realista.
Aprovechando la falta de autoridades, un sujeto de nombre Tomás y a quien apodaban el “Anglo-Americano”, arengó a la población para que se efectuara una nueva matanza de españoles, ello con el propósito de quedarse con sus viviendas, propiedades y posesiones, además de vengar en ellos las insoportables injusticias propias del sistema de castas. La mayoría de los peninsulares estaban en el actual Centro Cultural Clavijero, antes Colegio de San Francisco Xavier, al escuchar los gritos de los amotinados, subieron a los techos del lugar para pretender defenderse con parte del enladrillado que encontraron en el lugar. Se rompieron las puertas del excolegio y la turba arrasó con los tres a cinco guardias armados que se les oponían, y al principio hubo varios muertos y heridos. Según unas narraciones, como la del maestro Jesús Romero Flores, fueron los padres del templo de Las Rosas que acudieron al lugar para imponer el orden, logrando tal proeza al mostrar en alto el Santísimo Sacramento, en procesión, ante lo cual los amotinados comenzaron a perder bríos y al ser amenazados con el fuego eterno, se dispersaron, dando pie a que se reagruparan los españoles y de plano huyeran de la ciudad con sus familias a la menor oportunidad.
Otros autores, como Juan de la Torre, refieren que fue un padre al interior del antiguo Colegio de la Compañía de Jesús, quien sacó de entre sus ropas una hostia y que al sostenerla en lo alto logró que todos se postraran, momento que aprovechó, con su divina y providencial autoridad, mandar a los insurrectos a rezar a sus casas, y a los españoles a empacar lo mínimo necesario y ponerse a salvo en México o de plano enfilar a Veracruz y volver a España.
Como haya sido, este notable hecho tuvo como remate la entrada de las tropas realistas en la ciudad, que nunca volvió a caer en poder y control de los insurgentes, ya que en sus intentos siempre se vieron superados en táctica o en estrategia por los realistas.
Al enterarse de las matanzas y del motin del Anglo, el Brigadier de la Cruz ordenó al jefe de la vanguardia de sus tropas: “Si la infame plebe intentase de nuevo quitar la vida a los europeos, entre Ud. a la ciudad, pase a cuchillo a todos sus habitantes, exceptuando solo a las mujeres y a los niños y pegándole fuego por todos lados…”. Como un homenaje póstumo, se recuperaron los cuerpos del cerro de la Batea y se les sepultó en el cementerio de la Catedral.
La entrada de los realistas fue el 28 de diciembre de 1810, quedó designado comandante de la intendencia al teniente coronel Torcuato Trujillo, de quien el mismo Calleja, que era notorio por su sangre fría, solía afirmar: “…es un loco con una espada en la mano”.
Como de terror podemos describir la etapa que vivió la ciudad de Valladolid bajo Torcuato Trujillo, ya que hubo persecusiones, encarcelamientos arbitrarios, fusilamientos sin juicio y muchas otras vejaciones a los que se habían quedado en la ciudad, ya que el sentir del militar al mando era que si no habían huido, era porque tenían ligas con los insurgentes. Aún así, hubo momentos de heroicidad, como cuando el teniente coronel y todos sus soldados fueron burlados por Manuel Villalongín, que audazmente rescató a su mujer de la cárcel de Ánimas.
Pero esa, es otra historia…
Ricardo Espejel Cruz, diciembre de 2015.
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